Ficcionalizando la realidad
Hace tiempo que me pregunto cuáles son los límites entre ficción y no ficción, y qué relación hay entre esa dicotomía con la mentira y la verdad, con lo que existe y lo que no existe, con realidad e imaginación. Facere –hecho- significa hacer, construir y fingere – de donde surge ficción- es hacer o dar forma; entonces parece ser que la relación hecho/ficción ha sido artificialmente dicotomizada, cuando en realidad provienen de raíces comunes.[1]
La crónica es el modelo de lo no ficcional. Sin embargo, la crónica a veces parece más que nada una ornamentación, una forma ingeniosa, una pretensión entretenida de contar algo que de otra forma no tendría interés, a veces esas formas parecen pesar más que la riqueza de la propia cuestión de lo que se investiga. Cuando pienso en el efecto que se quiere producir, en la supuesta funcionalidad de un relato, cuando se valora tanto la estructura y la intencionalidad, me pregunto por qué habría que escribir algo de tal forma para que cause determinado efecto o llame de alguna manera obscura –o clara- la volátil atención de las personas, si lo que vale es que lo que se cuenta tiene valor por si mismo por ser real. ¿Entonces cuanto hay de verdad en la no ficción? ¿Cuánto de imaginación? ¿Son esas dos palabras –verdad/imaginación- opuestas? Para responder esas preguntas, me es necesario indagar en el criterio de verdad, que es fundamental, y que en los últimos tiempos ha cambiado de forma tal que me permite discutir estas cuestiones.
Sea como sea, el género ‘no-ficción’ es siempre una construcción, y por ende, también una ficción, una ficcionalización de las cosas. Todo relato lo es. Es una elección y selección dentro de un conjunto de acontecimientos, algunos incluidos, algunos dejados de lado. Es una visión de la realidad, una versión, la verdad del que escribe. Los límites de la no ficción son muy amplios y borrosos, precisamente por lo que permite la crónica. Martín Caparrós, que es un acérrimo defensor de ésta, habla de la necesidad de adoptar la actitud del cazador, de la obligación de la mirada extrema[2]. Y es verdad, por debajo de la escritura está la esencia del que escribe, un tema muy interesante que el cronista supo captar (delinear, construir) con sus poderes especiales de observación, de agudeza y búsqueda. En definitiva, sin esencia no hay palabras posibles.
Personalmente, al escribir no ficción me encuentro disfrazando un poco las frases, jugando con las palabras, sobresaltando las cosas. En realidad me asusta una idea de verdad definitiva y única, de hecho real, me gusta pensar que escribo para mí, y cada palabra la elijo por el significado que me despierta, por todo lo que tiene atrás, siento que los demás deberían leerlo de la misma manera, pero se me hace que es casi imposible, que cada uno lleva su germen de verdad. Me molesta que lean lo que escribo y entiendan todo mal, que entiendan otra cosa. Es tonto pensar así, cuando en realidad la mitad de la riqueza de escribir está en eso, en los múltiples significados, en las cosas a medio decir, y a medio entender. Me encanta que me entiendan la mitad, y que la mitad de lo que escribo no tenga sentido. Siento que la escritura te permite todo eso, que todo se trata de un intercambio de pareceres, de subjetividades, de cosmovisiones del mundo y de nosotros mismos. Sobre todo, me gusta que un relato permita la duda, todo me lleva a la duda. Y en la crónica también parece que hay duda. Hay aspectos y dobleces del asunto, hay dobles verdades en las cuestiones, el relato cambia esa verdad única racional, y se llena de otras verdades, la verdad del arte, la verdad de los pobres, la verdad de la medicina. Esas múltiples verdades anticipan que hay una nueva visión de la realidad, que ya no se cree en una verdad única, ni en la realidad objetiva, un relato nunca podrá transmitir la realidad como un espejo, ya no creemos en la ilusión del reflejo. La no ficción le dice al lector: “Todo esto realmente pasó, por lo tanto no me culpen si no parece real”.[3] Ya está blanqueado, los promotores de las crónicas hablan de la subjetividad como estandarte, como valor, como honestidad. Uno espera que el cronista cuente desde su punto de vista y así lo hará. El periodista que sí dice yo. Que dice existo, estoy, yo no te engaño.[4] Como dice Juan José Saer, no se trata de una claudicación ante una ética de la verdad, sino más bien, la búsqueda de una verdad, con la turbulencia y dobleces que eso genera.[5]
A pesar de todo lo dicho, existen elementos que contiene la no ficción que dan cuenta de su ‘realidad’, porque parten de hechos reales, de cosas que efectivamente pasaron: se trabaja con información proveniente de un trabajo de investigación, personas con sus testimonios. Pero no deja de ser una construcción en la que todo se ficcionaliza –se construye-, y entonces se borra la vieja concepción de la no ficción como verdad, la ficción como mentira. Ambas llegan a ser complementarias y se unen de tal manera, porque provienen del intelecto, alimentándose una de la otra. Aun cuando se habla de testimonios, cada testigo arma su discurso contando su verdad, su mirada de lo que vio, o su voz de lo que sabe. Y cuando el escritor se sienta a armar los testimonios, a configurar los personajes, ‘los contados’, se siente algo impune describiéndolos, opinando sobre ellos, delineándoles un perfil que quizá sea injusto. Porque la crónica es la verdad, pero es mi criterio. El pobre tipo no sabe a lo que se expone cuando habla, cuando yo voy a usar sus palabras, cuando soy yo la que lo voy a hacer hablar. ¿Sabe?
La fuente de la que se parte es el hecho real, pero todo buen relato, posee en el fondo una trama en la que se tiende una verdad sobre el mundo del autor, una cosmovisión que envuelve y excede al tema. Ricardo Piglia, en su ensayo sobre narración, plantea que el cuento moderno siempre cuenta dos historias. Yo pienso que cualquier relato lo hace, en su escala y a su modo, la no-ficción claramente lo hace, los ensayos lo hacen. Quiero decir que cualquier obra bien escrita deja atrás, como un rastro, infinidad de cosas que no se ven, la misma forma de percibir la realidad, los valores, la moral, la reflexión. Elementos que nos alcanzan y nos envuelven y nos tocan, de diversas formas, nuestra humanidad.
Rodolfo Walsh, que aun cuando escribe no ficción te deja esa cosa que no te podés sacar de encima, por ejemplo en Kimonos en Tierra Roja, crea una situación, y un estado de las cosas, de acuerdo a su ojo, a lo que él vio; y deja todo un mundo abierto detrás de las palabras que elige, detrás de los colores y texturas y personas que describe de la única forma que podría haberlo hecho. De la misma forma, Italo Calvino en su ensayo la colección de arena, habla desde su ubicación geográfica en el espacio de la exposición, desde sus ojos y sus zapatos, y combina unas palabras así: “Guardar finalmente la sustancia arenosa de todas las cosas”, esa sólo frase abre inmediatamente las puertas de un planteo existencial, que va tiñendo a todas las palabras con su espíritu. El escritor arrastra todo un bagaje de cultura, de ideas, de su relación con la sociedad, su personalidad, eso lo deja, invisible, a medida que construye un relato. Esa es su identidad, y así serán sus mensajes subliminales. Sos sus huellas, tal como lo dice Carlo Guizburg con su paradigma indiciario. ¿Quién puede negar que la escritura está llena de indicios?
Jorge Luis Borges titula Ficciones a una de sus obras más fundamentales, profundas e interesantes. Él no reivindica ni lo falso ni lo verdadero como opuestos que se excluyen, sino como conceptos problemáticos que encarnan la principal razón de ser de la ficción. Si llama Ficciones a su libro, dice Saer, no lo hace con el fin de exaltar lo falso a expensas de lo verdadero, sino con el de sugerir que la ficción es el medio más apropiado para tratar sus relaciones complejas. Julio Cortazar, por su parte, en su lenguaje experimental, que se mueve dentro de una realidad con espacios y tiempos extrañados, está convencido de que lo llamado fantástico es en realidad una oposición a un falso realismo ingenuo, “que consiste en creer que todas las cosas pueden describirse y explicarse […] dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas. La sospecha de otro orden más secreto y menos comunicable, en el que el verdadero estudio de la realidad no reside en las leyes sino en las excepciones de esas leyes.”[6]
Truman Capote, en sus reflexiones de su Prefacio para Música para Camaleones, cuenta cómo él descubrió la mezcla de géneros, esta necesidad de usar todos los géneros y lenguajes: “Quería realizar una novela periodística, algo a gran escala que tuviera la credibilidad de los hechos, la inmediatez del cine, la hondura y libertad de la prosa, y la precisión de la poesía”. Todo buen escritor utiliza los recursos, y hecha mano de todo lo que tiene a su alcance para llegar a expresarse de la mejor manera. Confío en lo caótico y en la intuición del escritor.
¿Cómo se puede pensar que determinada escritura obedece exclusivamente a la realidad o no? Siempre hay límites, pero siempre se cruzan esos límites. Siempre están mezcladas ficción con no ficción, mejor dicho, todo resulta una ficción, nosotros mismos somos ficción. Al escribir estamos ficcionalizando, poniendo nuestro intelecto, nuestra subjetividad. En el proceso, quizá la verdad y la mentira no importen.
[1] Ver Amar Sánchez, Ana María. El Relato de los hechos.
[2] Martín Caparrós. Prólogo de La Argentina Crónica. Editorial Planeta, 2007. Pág. 10.
[3] Ver Amar Sánchez, Ana María. El Relato de los hechos.
[4] Martín Caparrós. Prólogo de La Argentina Crónica. Editorial Planeta, 2007. Pág. 11.
[5] Ver Saer, Juan José. El concepto de ficción.
[6] Mario Benedetti. Julio Cortazar, un narrador para lectores cómplices. Del continente mestizo. 1965.